viernes, 3 de enero de 2014

No hay un día para decir adiós

Tengo dos años y veo a mi papá salir de la casa con una maleta. Lo persigo con la rapidez que me permite mi cuerpo de niña chiquita y mientras algo sobre mí se eleva para dejarme ver a mi padre despidiéndose a lo lejos, me despierto sobresaltada : ya no tengo dos años y todo ha sido un sueño. 
Ahora es octubre del 2013 y veo a mi papá preguntar con una expresión triste : ¿ya se van? Lo estamos dejando en la unidad de cuidados intensivos de la clínica, en donde lleva varios días intentando mejorar. Todos esperan que evolucione y salga pronto de ahí, pero con el paso de las horas, el va dejando de hablar, de mirarnos, de estar aquí. Sus ojos revelan algo que no queremos enfrentar, que tal vez ha decidido dormir para siempre, aunque siga respirando, sus ojos permanezcan abiertos y su mirada se mantenga fija en algún punto de la habitación. 
En poco tiempo mi papá se despide, pero ya no es aquel de mis sueños : una figura borrosa que agitaba su mano en la distancia. Ahora está muy quieto, muy frío y aunque está cerca de mí, su esencia se encuentra lejos de nosotros, fuera de este mundo. 
No hay un día para decir adiós, ni una forma de hacerlo. Lo cierto, es que los sueños están hechos de una sustancia que no posee la realidad y que nos hace creer en lo imposible. Por ello, tal vez vuelva  a tener dos años cuando me duerma y lo persiga nuevamente para darle un abrazo, y desearle buena suerte en ese último viaje.

Para Nicole Arroyo, que también cree en los sueños.