lunes, 27 de mayo de 2013

Los verbos necesarios

No sé hace cuanto creé esta entrada en el blog, pero recuerdo que escribí sólo el título y lo guardé con algunas ideas anotadas. En ese momento estaba pensando en Elsie y en la importancia de extrañar a alguien, de extrañarla a ella que era feliz todo el tiempo. Se me ocurrió entonces, que existen unos verbos que es necesario conjugar a menudo y entre ellos está ese: extrañar. 

Cuando se echa de menos a alguien o algo, se extraña, eso dice el diccionario. Eso no alcanza para describir porque hace tanta falta Elsie en estos días tan chiflados. Días en los que le llevaría a más de uno a su casa para que lo escuchara y le diera soluciones a esos problemas que a la vida le encanta ponernos en el camino. Días para tomar tinto e interpretar figuras que ahora aparecen y no pueden ser descifradas. El café sigue ahí, mezclándose en la taza, pero es más difícil leer el destino sin ella. 

De Elsie extraño también su risa. Esa capacidad de volver todo un chiste y burlarse del drama eterno del ser humano. Burlarse de esa necesidad de sufrir, cuando es más fácil enfrentar los que nos hace mal y despacharlo con un puntapié. Burlarse de uno mismo, de los miedos que nos atan, de las zancadillas que nos ponemos a diario. 

Los que no la conocieron también la extrañan; suena raro, pero así es. La imaginan en las historias que contamos los amigos sobre ella y entonces desean haberla conocido. La extrañan sin haberla visto jamás. También de eso se reiría Elsie.

Sospecho que ahora viaja sentada en una nube todos los días y desde ahí nos observa haciéndonos barra. Que se detiene a veces con ganas de bajarse y caminar entre nosotros cuando nos reunimos para hacer taller, pero que no la dejan porque lo suyo ahora es andar sin zapatos en el cielo. En ese manto azul que ahora es su casa y que habita desde hace seis meses. Un paraíso hecho de nubes blancas y grandes que bailan con el sol, le cantan a la luna y sueñan con Elsie Parra De García.   














domingo, 3 de febrero de 2013

Con N de Naty

Ya tiene dos meses y dejar de verla por nueve días, significa encontrar una cantidad de cambios que uno no espera. Por ejemplo, que pesa más, su cabello ahora se ve más castaño y ríe de vez en cuando si escucha que alguien también lo hace. "Qué tu risa la asusta", dice su mamá, mientras Naty se encoge y al mismo tiempo se queda muy seria. Yo me vuelvo a reír, no lo puedo evitar, porque descubro en ella muecas muy chistosas como si ya quisiera hablar. 

Uno la carga y en ese momento nada más parece importar. Todo gira alrededor de ella y de lo que necesita. De tratar de entender : qué quiere, qué siente, qué ven sus ojos, qué ve en los tuyos, que soñará cada día. 

Naty es un misterio por descifrar del que obtienes pistas con lo que te cuenta su mamá, como que se queda muy tranquila después de bañarla o ya pasa más horas despierta en la tarde. Hay otras que uno aprende sobre la marcha de visitarla, como cuando piensas que está profundamente dormida sobre tu hombro y segundos después de ponerla en la cuna te sorprende con sus ojos negros muy abiertos, muy atentos. "Es que no se quedó bien dormida", dice su madre, que ya sabe los trucos de Naty. Yo apenas me voy enterando de ellos.

Ser madre es un trabajo difícil, eso pienso mientras veo como la mamá de Naty  prepara en cuestión de segundos el tetero, apaga la luz de la habitación, prende una lámpara pequeña, se acomoda en la mecedora, la recibe en sus brazos y le empieza a explicar con una voz muy dulce que ya es hora de dormir. 

Esta vez, Naty si se duerme, cae profunda y su mamá la pone en la cuna lentamente. Después la abriga con una sábana, una manta y la protege además con un toldo enemigo de los mosquitos. Luego camina a hurtadillas para salir de la habitación y evitar cualquier ruido que pueda despertarla. Yo hago lo mismo y dejamos a Naty soñando otra vez. Su mamá la tendrá en sus brazos en  unas cuantas horas, cuando despierte con hambre reclamando su tetero. Yo la veré otro día como hoy, en el que llegué sin avisar, pero con la certeza de poder cargarla para olvidarme del mundo un rato mientras me pierdo en sus ojos negros. 












sábado, 2 de febrero de 2013

En un instante

He estado intercambiando textos con otra persona en una especie de taller virtual. Él  me envía algo suyo, yo lo leo y luego le escribo con mis opiniones acerca del mismo. Después debo hacer lo propio y someter mis textos a su análisis. Así se ha establecido un diálogo muy divertido y además enriquecedor, porque él es más riguroso en cuanto a los aspectos técnicos del lenguaje y siempre se traslada a otras lecturas y a otros autores para comentar los míos, mientras yo me sumerjo en sus cuentos y me dejo llevar por lo que ellos me transmiten. 

Realmente, cada cual a su modo se introduce en las historias y encuentra elementos que el otro no ha visto, para luego revisarlos en esa charla. La dinámica funciona, más allá del interés por leer y ser leído, por la   posibilidad de hacerlo, es decir, la oportunidad de vencer el espacio físico y lograr que una red social  sea algo más que un lugar en el que vamos dejando parte de nosotros en forma de fotos, enlaces y comentarios. Si bien son una herramienta de comunicación poderosa que utilizo con frecuencia, no dejo de sentir un vacío a veces porque no reemplaza el contacto directo con las personas. Siempre será mejor hablar mirando a los ojos e impacientarte mientras alguien lee algo tuyo y tratas de adivinar en cada gesto si le ha gustado o no. Si se ha conectado contigo. 

Existen las cámaras, ya lo sé, pero no es igual y aunque suene contradictorio porque me quejo de esa oportunidad de ver a la gente, encuentro que lo valioso de este ejercicio virtual es descubrir el poder del lenguaje que cambia y se adapta pero no muere. Así las palabras viajan de un lado a otro mientras chateamos, porque ya no hablamos, y uno se encuentra de repente escribiendo una risa. Algo curioso, pero que se ha vuelto tan común, que no nos detenemos a pensar en ello. 

Es cierto que los avances tecnológicos demandan velocidad y en ese afán uno se deja absorber por estas nuevas formas de comunicarse, que intentan reemplazar el contacto directo pero no lo logran, aunque puedan incluso acortar distancias y permitirnos  interactuar con más personas al mismo tiempo. 

Tal vez la más amenazada sea la espontaneidad, esa que anda por ahí intentando no sucumbir ante el influjo de las redes sociales y que se cuela a veces en forma de dos personas que no se conocen, pero se conectan por un instante para compartir algo en común : el deseo de soñar y viajar a través de lo que otros nos cuentan. Tal como ocurre cuando lees un libro e imaginas otros universos, mientras pasas cada página sintiendo el papel con tus dedos. 













  

lunes, 14 de enero de 2013

Bogotá azul

Bogotá se despertó con fiebre azul, con ganas de saborear el triunfo de Millonarios. Yo me desperté con ganas de visitar museos y un poco ajena a la movida futbolística. No sé si el día de los hinchas inició temprano. El mío tomó forma cerca de la una de la tarde, cuando salí con el firme propósito de abordar el Transmilenio en la estación de la sesenta y tres para llegar hasta la veintiséis y de ahí subir varias cuadras para encontrar el Museo de Arte Moderno de Bogotá.

Durante el camino vi como la ciudad estaba invadida de personajes que lucían la camiseta del Millos y que  corrían apresurados por la calle, como si el fin del mundo se hubiera adelantado y fuese urgente dirigirse a algún lado. Con algunos de ellos crucé la calle para llegar al Transmilenio, consulté la tabla de las rutas y me subí al articulado. También se bajaron en la veintiséis conmigo y aún por la calle mientras iba subiendo, un carro llenó el ambiente con la canción : "Millonarios será campeón...". Nada más extraño que estar en una ciudad que está a punto de enloquecer en cualquier momento por cuenta de un equipo de fútbol, pero que sigue funcionando de acuerdo a lo acostumbrado. Bueno, extraño para mi, porque si se tratara del Junior en Barranquilla todo estaría paralizado. Seguí subiendo para buscar el MAMBO y me encontré con la barra de Millonarios en el Tequendama. Afuera del hotel los hinchas esperaban al equipo con cámaras, banderas, las caras pintadas y el enorme deseo de ver cumplido su sueño. Para pasar tuve que esperar que un niño sonriente terminara de posar al lado de una camioneta y quise tomarle una foto al grupo de gente, pero recordé que no tenía la cámara.

Había olvidado que los domingos se puede encontrar el mercado de las pulgas, en donde muchos tesoros aguardaban para alegrarme la vida. Allí olvidé por un buen rato el tema del fútbol y me concentré en una montaña de afiches de películas. Casi no me despego de ahí. Reaccioné a tiempo para seguir recorriendo el mercado y encontrarme con una venta de cuadernos que tenían como portada : imágenes de películas, artistas famosos o a la popular Mafalda cargando un lápiz. Intenté esquivarla y di otra vuelta, pero finalmente sucumbí. Luego una improvisada presentación de unos bailarines interrumpió la jornada y me rescató de comprar más cosas allí. Seguí entonces al MAMBO y anduve curioseando dos exposiciones durante un buen rato. Ir hasta el Museo Nacional me pareció buena idea y terminé recorriendo tres exposiciones temporales. Ya eran casi las cuatro de la tarde y considerando que el partido era a las seis, fui dirigiendo mis pasos a la estación Profamilia para regresar a la casa.

Seguí viendo camisetas azules que corrían apresuradas, mientras yo pensaba en si alcanzaría a llegar a la venta de música en Matik Matik, que por cierto no tenía ni idea donde quedaba. Sabía que era cerca de mi casa, mejor dicho, la de mi primo, pero el lugar exacto me tocaba encontrarlo. El tiempo en Bogotá es cosa seria y las distancias más. Calcular es una acción tonta porque siempre algo se sale de lo planeado y te retrasa. Cómo pasarse de la estación de Transmilenio en la que debías bajarte por andar viendo a la gente en la calle y pensar cómo sería la ciudad más tarde si el Millonarios ganaba. Estar elevado altera el curso. Mientras llegué a la estación correcta, luego a la casa y bajé nuevamente para ir a Matik pasó un buen rato. Las calles estaban más oscuras y el frío hacía un poco difícil caminar con rapidez. Preguntando llegué a la venta de música. Compré dos discos de grupos que no conozco, pero que me gustaron. Luego salí corriendo para que no me agarrara el fin del partido en la calle, que estaba horriblemente solitaria.

Treinta segundos antes de que se cobrara el último tiro del partido timbré en el edificio en el que me quedaba. Le pregunté al portero como iba la cosa y me respondió con cara de angustia que ya casi eran campeones, qué si lo tapaban Millos ganaba. Se cubrió la cara con el brazo derecho, dejando sólo un pequeño espacio para mirar al televisor y fue como si le hubieran dado la mejor noticia de su vida. Casi llora y en la calle se escuchaban los carros pitando enloquecidos por el triunfo. El portero no saltó, no gritó, no bailó; sólo recogió un maletín y entregó el turno al reemplazo de la noche que ya estaba en la puerta del edificio. Se fue con la emoción contenida. Sospecho que lloró durante el camino o que miró al cielo agradecido por ese Niño Dios adelantado. Yo entré al ascensor y oprimí el botón con el número cuatro para subir al apartamento de mi primo, mi casa en Bogotá. El también estaba celebrando, pero con Morfeo. Llegó de un turno de su internado y se durmió profundamente. Tanto que no escuchaba el timbre, ni el celular. El ruido de la calle le llegaba como un eco y el timbre era parte de esa mezcla de sonidos que el sueño le invitaba a evitar. Momentos en los que uno se regaña por salir sin la llave y empieza a cuestionar la conveniencia de vivir en un cuarto piso y que la única ventana para intentar entrar, implique tener las habilidades del hombre araña. Algo sacó a mi primo de su trance, me abrió la puerta y aún somnoliento me recibió con un abrazo. "Ganó Millonarios", le dije. "Ya sé, escuché los carros en la calle", contestó él. Afuera la ciudad siguió alborotada, más azul que nunca por el triunfo de Millonarios.