domingo, 20 de mayo de 2012

Días de zozobra


Mi padre dice que ha tenido “un día de zozobra”. Una jornada extenuante pegado a una máquina que se encarga de limpiar su sangre, porque sus riñones no pueden hacerlo. “Eso que me hicieron”, como le dice él a la diálisis, lo hace pasar malos ratos. Después del procedimiento se siente cansado, sin apetito y con dolor en todo el cuerpo. Además de la impresión que supone ver varias mangueras que llevan tu sangre, dentro y fuera de tu cuerpo.

Hace diez días nadie creía en esa palabra como sinónimo de bienestar. Llegar a ese nivel, implicaba que había llegado un momento complicado, en el que su organismo no era capaz de hacerse cargo de sí mismo y era necesario recurrir a otros procedimientos para ayudarlo.

A partir de ahí empezamos a incluir la palabra “UCI” en nuestro vocabulario, con una mezcla de miedo y esperanza. Más de un mes atrás conjugábamos otras palabras con angustia y desconcierto: fiebre,  ambulancia, clínica, emergencias, especialistas, exámenes, antibióticos, ingreso, salida, reingreso. La última palabra es la peor. Cuando te despiden de una clínica con una sonrisa y con la seguridad de que las cosas estarán mejor, lo menos que piensas es que en pocas horas estarás de regreso y por la misma causa.

Entonces, la quinta dejó de ser la vencida y por sexta vez mi padre entró a urgencias. Desde ese momento no ha regresado a su casa, para ver a su equipo de fútbol favorito, ganar o perder. Es hincha del JUNIOR, y ni siquiera en su estado deja de sufrir por él. Una vez pidió a gritos un radio para escuchar un partido mientras estaba en urgencias.  En otra ocasión  empezó a llorar mientras le hablaba el médico de piso, porque recordó que su equipo del alma había perdido el día anterior.

Su devoción por el JUNIOR no es gratuita. Jugó con los tiburones cuando era joven y desde entonces se le volvió una pasión, hasta el extremo de seguir trabajando en la institución después, como abogado profesional.

Dentro de sí queda la tenacidad del deportista, que no se rinde ante los obstáculos, que sigue luchando por alcanzar la meta. Su cuerpo resiste todo, a pesar de las dificultades lo saca a flote. Le responde aferrándose a este mundo de todas las formas posibles. Aunque a veces parezca más fácil rendirse. Aunque el mismo sienta que está a punto de sucumbir, su fuerza lo sorprende y nos asombra.

A pesar de todo lo duro que pueda ser esto, nos reímos. Cuando ha pasado el susto las cosas empiezan a verse de forma diferente. De los episodios difíciles siempre queda una ocurrencia suya, una respuesta inesperada que nadie habría imaginado.

Descubro entonces que no somos tan diferentes y que nunca habíamos estado tan cerca como ahora para comprobarlo. Comprendo además que los padres son seres indefensos, que vienen al mundo sin manual de instrucciones. Nadie les enseña cómo educar a los hijos, cómo quererlos o dejarse querer por ellos. Eso se va aprendiendo. Sólo que a veces, el aprendizaje nos lleva por caminos duros, por años de alejarnos y no entendernos. De suponer que no es necesario demostrar el afecto, de dar todo por sentado. 

Tampoco a los hijos nos preparan para ser padres de nuestros propios padres. Aunque suene a trabalenguas, es así. En la escuela no le dicen a uno, que en ocasiones se intercambian los roles. Que terminarás regañando a los tuyos para que se tomen la sopa o acepten las medicinas.

Tal vez lo malo de parecerme a mi papá, es que soy muy terca. Tal vez lo bueno de parecerme a él sea precisamente eso. Tal vez lo bueno de andar juntos, aunque sea en estas circunstancias, es que nos damos la oportunidad de conocernos. De unir nuestras terquedades en días de zozobra como dice él, en días extraños en los que los roles no interesan, sino la posibilidad de estar ahí para seguir viviendo.  


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