Mi padre dice que ha tenido “un
día de zozobra”. Una jornada extenuante pegado a una máquina que se encarga de
limpiar su sangre, porque sus riñones no pueden hacerlo. “Eso que me hicieron”,
como le dice él a la diálisis, lo hace pasar malos ratos. Después del
procedimiento se siente cansado, sin apetito y con dolor en todo el cuerpo.
Además de la impresión que supone ver varias mangueras que llevan tu sangre,
dentro y fuera de tu cuerpo.
Hace diez días nadie creía en esa
palabra como sinónimo de bienestar. Llegar a ese nivel, implicaba que había
llegado un momento complicado, en el que su organismo no era capaz de hacerse
cargo de sí mismo y era necesario recurrir a otros procedimientos para
ayudarlo.
A partir de ahí empezamos a
incluir la palabra “UCI” en nuestro vocabulario, con una mezcla de miedo y
esperanza. Más de un mes atrás conjugábamos otras palabras con angustia y
desconcierto: fiebre, ambulancia,
clínica, emergencias, especialistas, exámenes, antibióticos, ingreso, salida,
reingreso. La última palabra es la peor. Cuando te despiden de una clínica con
una sonrisa y con la seguridad de que las cosas estarán mejor, lo menos que
piensas es que en pocas horas estarás de regreso y por la misma causa.
Entonces, la quinta dejó de ser
la vencida y por sexta vez mi padre entró a urgencias. Desde ese momento no ha
regresado a su casa, para ver a su equipo de fútbol favorito, ganar o perder.
Es hincha del JUNIOR, y ni siquiera
en su estado deja de sufrir por él. Una vez pidió a gritos un radio para
escuchar un partido mientras estaba en urgencias. En otra ocasión empezó a llorar mientras le hablaba el médico
de piso, porque recordó que su equipo del alma había perdido el día anterior.
Su devoción por el JUNIOR no es gratuita. Jugó con los
tiburones cuando era joven y desde entonces se le volvió una pasión, hasta el
extremo de seguir trabajando en la institución después, como abogado
profesional.
Dentro de sí queda la tenacidad
del deportista, que no se rinde ante los obstáculos, que sigue luchando por
alcanzar la meta. Su cuerpo resiste todo, a pesar de las dificultades lo saca a
flote. Le responde aferrándose a este mundo de todas las formas posibles.
Aunque a veces parezca más fácil rendirse. Aunque el mismo sienta que está a
punto de sucumbir, su fuerza lo sorprende y nos asombra.
A pesar de todo lo duro que pueda
ser esto, nos reímos. Cuando ha pasado el susto las cosas empiezan a verse de
forma diferente. De los episodios difíciles siempre queda una ocurrencia suya,
una respuesta inesperada que nadie habría imaginado.
Descubro entonces que no somos
tan diferentes y que nunca habíamos estado tan cerca como ahora para
comprobarlo. Comprendo además que los padres son seres indefensos, que vienen
al mundo sin manual de instrucciones. Nadie les enseña cómo educar a los hijos,
cómo quererlos o dejarse querer por ellos. Eso se va aprendiendo. Sólo que a
veces, el aprendizaje nos lleva por caminos duros, por años de alejarnos y no entendernos.
De suponer que no es necesario demostrar el afecto, de dar todo por sentado.
Tampoco a los hijos nos preparan
para ser padres de nuestros propios padres. Aunque suene a trabalenguas, es
así. En la escuela no le dicen a uno, que en ocasiones se intercambian los
roles. Que terminarás regañando a los tuyos para que se tomen la sopa o acepten
las medicinas.
Tal vez lo malo de parecerme a mi
papá, es que soy muy terca. Tal vez lo bueno de parecerme a él sea precisamente
eso. Tal vez lo bueno de andar juntos, aunque sea en estas circunstancias, es
que nos damos la oportunidad de conocernos. De unir nuestras terquedades en días
de zozobra como dice él, en días extraños en los que los roles no interesan,
sino la posibilidad de estar ahí para seguir viviendo.
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